«NI MÁS NI MENOS QUE PINTURA»

(De la Conferencia dada en Madrid, en la exposición de Benjamín Palencia, el 13 de mayo de 1932)

El silencio de la pintura, ¿no es un lenguaje ardiente, llamativo, del pensamiento?

Hay silencios que cuajan como en hielo, en un bloque apretado y duro. Es difícil romperlos. Pero hay otros que se van fraguando ardorosamente y, de pronto, nos rodean de llamas. Romper un silencio de hielo es difícil quizá; pero es más difícil aún romper un silencio de fuego, como éste de la pintura. ¿Qué rompe aquí la voz, en este silencio de fuego que nos circunda; en estos silencios de fuego? «Abre tus oídos a la luz» - dice la palabra evangélica -: abre tus ojos al silencio.

En la Pintura, como en todas las artes poéticas, lo adjetivo se hace sustantivo. Y con esto se empieza a esclarecer la cuestión para la mayoría de los preguntones (y todos debemos pararnos un poco, por lo menos un poco, ante toda pintura, con esta sinceridad interrogante; todos debemos ser siempre, puerilmente, si queréis, ante todo obra poética o artística, un poco, o un mucho, como niños, preguntones).

Esto del qué y el cómo empieza a aclarar la cuestión o las cuestiones, porque las primeras preguntas que suelen hacerse ante el misterio de la creación poética en la pintura (y toda pintura que lo sea, y, sea como sea, es siempre, como toda cosa de veras, un puro misterio de creación, de poesía), las primeras preguntas que se hacen son éstas de ¿qué es esto?, o ¿qué quiere decir esto?, o ¿qué quiere decir usted con esto?, o también el irritado: ¿pero quiere decirme usted a mí lo que es esto?, en lugar de estas otras de ¿cómo es esto?, o ¿cómo es posible esto?, en las cuales va implícito un acto de fe: de buena fe. Porque en las primeras, no.

La actitud primera sería, cuando mejor, una interrogación absolutamente científica; un afán filosófico desplazado, que se equivoca de camino. Y ni siquiera verdaderamente filosófico, si es verdad que la filosofía, como decían los griegos, empieza por el asombro, por la sorpresa; el que no se sorprende ni se asombra ante lo verdaderamente asombroso, sorprendente, que hay en toda obra de pura creación poética, como sucede en esta pintura o en estas pinturas de Benjamín Palencia, que nos circundan («con todo el furor de sus existencias espirituales», como diría el enorme visionario inglés); el que no empieza, ingenuamente, por sorprenderse, por asombrarse, no tiene derecho a preguntar nada.

Y por eso no pregunta cómo, sino qué. No ¿cómo es esto?, que es lo que pregunta el asombrado, el sorprendido: sino ¿qué es esto?, que es lo que pregunta el irritado. ¿Me quiere decir usted a mí lo que es esto? Y esta pregunta es como la del que se ofende: que no pregunta para saber, que no pregunta para que se le diga lo que es, sino para que se le den explicaciones; pero explicaciones en el terreno del honor, que no es, naturalmente, el terreno más abonado para la crítica estética.

Por eso, en esta pregunta, que sólo descubre la mala fe en el que la hace, suele ir ya implícita la respuesta negativa, que es la que denuncia esa mala fe, pues suele formularse de este otro modo: ¡Como que me va usted a mí a decir o a poder decir, lo que es esto!

Hubo un personaje cinematográfico que decía que prefería da un tiro a dar una explicación. Es lo mismo de Dante cuando dijo que hay cosas a las que solamente se responde con cotello, con un puñal: con una puñalada. Tiro o puñalada es la respuesta explicativa de todas las artes poéticas; la respuesta hiriente y mortal de su razón poética, que, como dijo Max Jacob, la poesía moderna se salta toda las explicaciones; la poesía moderna y toda poesía, toda forma poética. Lo mismo que la pintura y la música - formas poéticas -; ninguna poesía, ni música, ni pintura, tiene que dar explicaciones, por que es, en principio, por definición, por naturaleza, inexplicable.

Todo el mundo que verdaderamente ha pintado, que ha creado sus mundos o su mundo con la pintura, o en la pintura, ha pintado, no porque ha querido, que se puede querer pintar y no pintar, sino como ha querido; como le ha dado y no porque le ha dado su gana, su ansia, su apetito; que se hace real gana porque es apetito de cosa o de cosas, ansia de realidad, de creación verdadera; afán creador o hacedor de las cosas.

Y esta profunda voluntad, que es en las artes poéticas voluntad de forma, es a lo que se ha llamado, con razón, al estilo. No hay cuestiones técnicas en pintura que no queden reducidas a eso solamente: a puras cuestiones de estilo.

Pero es que en esta voluntad de la pintura hay un tal deseo de verdad poética, de creación o recreación de las cosas, que el que esto quiere se sitúa en esa última y decisiva y vibrante tensión de la voluntad humana que el transparente lenguaje popular denomina voluntad santísima; cuando se dice que uno lo que quiere es hacer su santísima voluntad, y solamente eso: su santísima voluntad, se atribuye al que esto se refiere una voluntad invencible, intransigente, única.

Y eso - esto nada menos, pero nada más que esto, que es para ellos todo - es lo que quieren el pintor o el músico o el poeta, que, en definitiva, los tres son un mismo poeta con diferente lenguaje imaginativo.

Y por esto mismo decía Blake que la poesía, la música y la pintura son los tres lenguajes del Paraíso; lenguajes de fuego de la natural voluntad, santísima, o voluntad celeste; o, dicho de otro modo más corriente o popular, y, por tanto, más claro y más hondo: que la poesía y la música y la pintura quieren o pretenden, en definitiva, babélicamente, coger el cielo con las manos.

Y la pintura sobre todo. Por eso al pintor Benjamín Palencia, según confesión propia, se le queman las manos pintando: porque quiere coger ese cielo ardiente, que él llama la verdad plástica del sueño.

La pintura que quiere ser pintura y que no quiere ser otra cosa; que no quiere se más que eso: pintura, nos expresa su voluntad en un lenguaje ardiente; y un lenguaje imaginativo puro, voluntariamente poético, es un decir, una dicción espiritual perfecta; luego la pintura que no quiere ser más que un lenguaje imaginativo plástico, una dicción, un decir algo o un decir de algo; ¿qué nos dice o de qué nos dice?; ¿qué es eso, lo que sea, que quiere decirnos, si su voluntad imaginativa trata, sencillamente, de expresar, de decir, o decirnos, algo? ¿Y cómo nos lo dice?

Cuando una pintura se realiza, verificándose por una unidad espiritual diferente de la de su representación imaginativa (que lo mismo puede ser un paisaje, que un retrato, que una escenificación cualquiera de cualquier cosa), tenemos que buscarla, la pintura, más allá de esa representación teatral que nos ofrece; y, si la encontramos, la encontramos milagrosamente, esto es, como por casualidad y como a pesar de la representación misma.

Pero esto no debe confundirnos, porque, a veces, donde menos se piensa, que es donde menos parece que se piensa, suele saltar la pintura verdadera, y no saltar en cambio, donde más se la quiere o se la piensa. Por eso, hay en pintura la simulación de la simulación y los simuladores de los simuladores.

No es fácil distinguir claramente hasta dónde un pintor simula, imaginativamente no una representación, que es voluntad suya de la pintura, sino una representación imaginativa, que es la representación o voluntad de otro pintor que le ha precedido; como suele simular, sin saberlo, la voluntad de la pintura expresamente manifestada en otro, porque los pintores, como los músicos y los poetas, no solamente verifican la imitación de la naturaleza por simulación o representación imaginativa o por invención y creación verdadera de imágenes, sino que también se imitan las pinturas a las pinturas, o las poesías a las poesías, o las músicas a las músicas, distinguiéndose en estas simulaciones una graduación que es la que simuladores de simuladores o simuladores de inventos.

Entre los primeros, difícilmente encontraremos ningún pintor auténtico; entre los segundos encontraremos constantemente muchos más de los que quisiéramos.

En los laberintos imaginativos de todo lo creado: en la música, en la pintura, en la poesía, lo difícil no es encontrar la salida, dije alguna vez, sino encontrar la entrada.

Y porque ninguno de estos laberintos son una cosa tan sencilla como parece, o, a veces, porque son una cosa más sencilla de lo que parece, suele ser más dificultoso su entendimiento. Porque no es más que cuestión de entendimiento:

de enterarse o adentrarse verdaderamente en esos lenguajes de llama; en cruzar, o cruzarse, con rectitud, como Dante en el Purgatorio, por la recta decisión de la voluntad, contra ese aparente muro incendiado, esa pura lumbre.

Y hay que pasar por cada lenguaje imaginativo andando como sobre ascuas, para no quemarnos con ellos; porque es muy frecuente quemarse y chamuscarse con todos estos juegos ardientes de la poesía, de la fe poética.

Si escuchamos con los oídos la luz, si abrimos los ojos a estos luminosos silencios, comprenderemos fácilmente cómo todos los lenguajes imaginativos se han originado y radicalmente se funden en un solo lenguaje común: el de la creación poética misma, que es la voluntad sobrenatural de su propia naturaleza. Por eso, cada uno de estos lenguajes es hermético, irreductible; por eso no puede decirse en palabras lo que ya se ha dicho en pintura o en música; pues cada uno de estos lenguajes es, como actividad espiritual que es, lo que llamó Hegel: una especificación cada vez más determinada del pensamiento.

JOSÉ BERGAMIN
Texto publicado en la revista «ARTE»
(revista de la Sociedad de Artistas Ibéricos, junio de 1933)



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