UN RETRATO PARA UN PINTOR
Luis Rosales



¿No recordáis que hace aún muy pocos años la alegría de Madrid era encontrarse con Carlos Lara?

Podía ser en la calle y no importaba, porque Carlos tenía el secreto de hacerlo todo vividero. Con él la calle se hacía plaza; la plaza se hacía mundo y el mundo, de repente, se hacia habitable, cálido, manual.

¿No recordáis aquellos ojos enmelados, de cera virgen, que te miraban imprimiéndote, y aquel don de vivir, aquella fácil desenvoltura suya que nos daba la sensación de que todo en la vida puede lograrse sin esfuerzo?

Carlos era inocente, carnal y delgadísimo. Su cuerpo se podía columpiar dentro del traje. De niño tendría pecas. Para aquellos que no le conocieron, yo quisiera decir que encontrarse con Carlos era como asomarse a una ventana y sentirte caer en el vacío. No penséis que exagero.

Era una sensación exacta, imposible y real. Al abrir la ventana de vuestro cuarto, ¿no habéis sentido, a veces, la atracción del espacio con tal fuerza que os bastaba mirar para caer? Pues bien, hablar con Carlos era asomarte a esa ventana y vivir en un mundo que no estaba regido por leyes naturales o, mejor dicho, que no estaba regido por ley alguna

No hubo alegría como la suya. Tenía una gracia pajolera y bendita, pero su acción más eficaz sobre nosotros era la exaltación, y en torno suyo nos sentíamos inmunes y desamortizados, alegrísimos y absolutos. Se le veía creer en demasiadas cosas y defenderse de la vida entregándose a ella. Su entrega era total. No le quedaba saldo alguno que abriera puerta en su carácter al arrepentimiento ni a la indecisión. Se movía con soltura en esa zona primigenia y fundante del vivir en donde todos vivimos maniatados.

Podía hacer a cualquier hora. Tenía poderes mágicos, y los ejercitaba, pues nunca he visto vivir a nadie con la ilimitación con que él vivía. Esta fue su lección. El era un hombre aparte que aceptaba el azar, que no le pedía cuentas a la vida y ahora quisiera agradecerle su enseñanza.

Ahora quisiera recordarlo. Ahora quisiera retratarlo con aquel rostro suyo tan dibujado que parecía estar siempre de perfil, y aquella charla viva y aligerante, y aquel andar suave, desparpajado y de titiritero con que llegaba hasta nosotros, y aquella risa, seria y junta, que le brotaba por todas partes y parecía descoserle la cara, y aquella dignidad que le hacía siempre estar pimpante aunque hubiese pasado la noche en un banco municipal, y recordar sus cuadros, y sus exposiciones, y su manera de dibujar al mismo tiempo con las dos manos, y su amistad, y su fascinación, y aquella compostura de su presencia que, al saludarnos, nos envolvía como el viento nos refresca la cara y, en fin, aquella voz con que solía decirnos, con que solía decirme: «Me alegra verte, Luis».


Luís ROSALES

 

Catálogo de la exposición en la Librería Abril, marzo, 1968.
Publicado también en ANTOLOGíA de Luis Rosales, ALIANZA EDITORIAL, 1984.



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