La Escuela de Vallecas, el único grupo de vanguardia español que
consiguió reaparecer tras la guerra civil, ha dado pie a todo tipo
de polémicas. Por desgracia. estas polémicas se han solido centrar
en la discusión sobre el papel desempeñado por este o aquel otro
artistas en la génesis. desarrollo y ulterior replanteamiento
post-bélico de la citada Escuela, con menoscabo de la significación
artística en sí.
No es que me parezca mal aclarar
los datos históricos y, a través de ellos, valorar con justicia la
legitimidad y el mérito que corresponde a cada cual, pero creo que
se ha inflado artificialmente el aspecto anecdótico, en este caso,
de suyo, bastante simple. De hecho, en lo que se refiere a la
creación de la Escuela en 1927, año ciertamente fundamental -mítico
- para la vanguardia histórica española, los testimonios
rememorativos de sus principales protagonistas, Alberto Sánchez y
Benjamín Palencia, resultan coincidentes, como también acaban
casando perfectamente los datos proporcionados por quienes
participaron en la experiencia vallecana de posguerra, por mucho que
los enfrentamientos personales entre los mismos hayan encrespado los
ánimos y amargado los recuerdos.
Es evidente, no obstante, que, antes
o después, no ha habido discrepancias en cuanto a la sustancia
documental del relato histórico de la Escuela de Vallecas, y, en
este sentido, considero la ultima prueba definitiva la publicación
del amplio estudio de José Corredor Matheos ("Vida y obra de
Benjamín Palencia"), en el que, poco antes de la muerte del pintor
manchego y, desde luego. con su beneplácito, se confirmaron la
mayoría de los datos oficialmente establecidos.
Dejemos, pues, de lado la dimensión
anecdótica del asunto y vamos directamente con su interpretación
histórico-artística. Me serviré para ello, una vez más, del
archifamoso relato retrospectivo de Alberto Sánchez, donde expone el
credo estético que orientó desde su origen la aventura. He aquí lo
que en él se dice: «Al participar en la Exposición de Artistas
Ibéricos, conocí a varios pintores. Casi todos se fueron después a
París. menos Benjamín Palencia. Palencia y yo quedamos en Madrid con
el deliberado propósito de poner en pie el nuevo arte nacional, que
compitiera con el de París.
Durante un período bastante largo, a
partir de 1927, más o menos, Palencia y yo nos citábamos casi a
diario en la Puerta de Atocha, hacia las tres y media de la tarde,
fuera cual fuese el tiempo. Recorríamos a pie diferentes
itinerarios; uno de ellos era por la vía del tren, hasta las
cercanías de Villaverde Bajo; y sin cruzar el río Manzanares,
torcíamos hacia el Cerro Negro y nos dirigíamos hacia Vallecas.
Terminábamos en el cerro llamado de Almodóvar, al que bautizamos con
el nombre de Cerro Testigo, porque de ahí debía partir la nueva
visión del arte español...
Aprovechamos un mojón que allí había,
para fijar sobre él nuestra profesión de fe plástica: en una de sus
caras escribí mis principios; en otra, puso Palencia los suyos:
dedicamos la tercera a Picasso. Y en la cuarta pusimos los nombres
de diversos valores plásticos e ideológicos, los que entonces
considerábamos más representativos; en esa cara aparecían los
nombres de Lisenstein, El Greco, Zurbarán, Cervantes, Velázquez y
otros.»
Como comenté en otra ocasión a este
mismo respecto, salvo la cita admirativa de Picasso y Eisenstein,
nada había en el texto de Alberto que recordara el espíritu
iconoclasta de la vanguardia, y, en consecuencia, nada que se
tradujera en algo más que en una actitud moral regeneracionista y en
un estado emocional ante el paisaje.
Quiero decir que no hubo manifiesto
plástico alguno de carácter formulario y que, por tanto, tampoco
cabía esperar una orientación estética aglutinante, ni, en
definitiva, esta vivencia compartida por los dos artistas amigos
modificó de forma sustantiva su evolución artística respectiva.
Estilísticamente inmersos entre el postcubismo y el surrealismo
naciente, Alberto y Palencia lo que trataban entonces es de dar con
un argumento español, que nacionalizase el lenguaje cosmopolita de
la vanguardia.
De todas formas, en el deseo
proclamado de «poner en pie el nuevo arte nacional, que compitiera
con el de París», una parte, la primera, estuvo al alcance de la
mano. Entre 1925 y 1931, años de gloriosa fecundidad dentro de la
vanguardia plástica y literaria de nuestro país, prosperó una línea
de neo-casticismo, cuyos ejemplos más sobresalientes fueron los de
Maruja Mallo, pintora entonces de escenas populares; del propio
Benjamín Palencia e incluso hasta de Ramón Gaya y Moreno Villa, por
no hablar del cada vez más extendido desarrollo de los diversos
realismos regionalistas no académicos.
El mundo literario aportaba los casos
clamorosos del populismo andalucista de Lorca y Alberti, sin
olvidarnos de un personaje, cuya sensibilidad campesina era casi un
trasunto de la de Alberto Sánchez, como Miguel Hernández, del que,
por cierto, el escultor toledano ha escrito una bellísima evocación.
Si, por otra parte, no prescindimos del dato significativo de que en
1927 fue cuando Daniel Vázquez Díaz pinta los frescos de Moguer, en
los que el cubismo académico y las ínfulas monumentalistas del
maestro onubense demuestran una querencia hacia la tradición
española de corte zurbaranesco, la más silenciosa y mineral,
comprenderemos mejor el caldo de cultivo de la Escuela de Vallecas.
La lectura atenta de lo escrito por
Alberto sobre "La Escuela", así como la contemplación de las cosas
creadas entonces por él y por Benjamín Palencia, ciertamente
demuestran que, teoría y práctica, el lenguaje plástico empleado por
ambos eran una amalgama de elementos fauves, cubistas y
surrealistas, cuyo factor aglutinante debía ser ese brote de
sentimiento nacionalista, pero interpretado en clave
regeneracionista.
Que entre los eventuales visitantes
de la experiencia vallecana se encontraran Maruja Mallo, Juan Manuel
Caneja, Lorca, Bergamin y Alberti refuerza el sentido de esta
interpretación.
Claro que ahora sería pertinente el
ponerse a explicar el añejo sentido histórico que ha tenido, dentro
de la pintura española a lo largo de la época contemporánea, la
relación entre pintura de paisaje, nacionalismo y regeneracionismo,
relación que ha sido puesta en evidencia a través del análisis de la
generación del 98, pero que puede asimismo rastrearse en su anterior
raíz romántica y que se replantea también, como estamos viendo, en
plena apoteosis de nuestra vanguardia histórica. En lo que se
refiere estrictamente al campo artístico del paisaje, tales son los
casos de Alberto, Palencia y, de manera muy especial, de Juan Manuel
Caneja, todos ellos revitalizadores de una tradición, aunque su
planteamiento fue decididamente anti-noventayochista. Establecieron
una nueva visión del paisaje castellano, que era magicista y
sensual, en las antípodas de la concepción dolorida, descarnada,
fatalista y trágica de los escritores del 98.
Resulta harto significativo el
enfrentamiento verbal entre Unamuno y Alberto, relatado por este
último, pues, más allá de la anécdota desencadenante, revela el
cambio de mentalidad de una generación a otra.
Fuera como fuese, la guerra civil
truncó de raíz las ilusiones y posibilidades implícitas en una
experiencia como la de la Escuela de Vallecas. ¿Cómo entonces surgió
esa otra versión de posguerra? Voy a prescindir del factor
nostálgico, que impulsó a Benjamín Palencia a volver sobre sus
pasos, acompañado esta vez por un grupo de jóvenes pintores.
En realidad, aunque los nuevos
excursionistas visitaran los mismos parajes vallecanos de antaño y
tuvieran como guía privilegiado a uno de los fundadores de la etapa
anterior, la situación y el espíritu eran radicalmente distintos.
Asediados por las circunstancias opresivas de la inmediata
posguerra, esta nueva huida al campo estuvo teñida, sobre todo, por
un afán de afirmarse a contracorriente, dentro de los reducidísimos
límites con los que había que contar entonces para sobrevivir, y
pintar paisaje, por su parte, será un imponderable, lo único que
cabía hacer en aquellas circunstancias sin perder la dignidad.
Desde esa perspectiva, puede uno explicarse la ilusión con que
Alvaro Delgado, Carlos Pascual de Lara, Gregorio del Olmo, Enrique
Núñez Castelo y Francisco San José rodearon inicialmente a Benjamín
Palencia y le siguieron en su intento de resucitar la Escuela de
Vallecas. Fue, no obstante, una ilusión pasajera, que, además, no se
prolongó mucho en el tiempo para la mayoría de ellos, ya que, salvo
San José, el ultimo incorporado, todos abandonaron en 1942.
De manera que, sin escatimar la influencia y el estímulo que
pudo ejercer en este pequeño grupo la pintura y la personalidad de
Benjamín Palencia, así como, en menor medida, la de ese otro
superviviente de la experiencia anterior, Luis Castellanos, no creo
que el molde configurante decisivo fuera este segundo intento de
Escuela.
Suscribo, por consiguiente, la opinión testimonial de Alvaro
Delgado cuando afirma que «la Escuela de Vallecas - se entiende que
en esta su segunda versión no fue sino una idea que jamás, en
momento alguno, tuvo realidad; las posibles influencias que pudo
tener en principio nuestra pintura de la pintura de Palencia, las
hubiésemos tenido sin estar en Vallecas; viéndola en exposiciones».
Si personalmente no me asusta suscribir una declaración tan
tajante, como la de Alvaro Delgado, incluso siendo consciente del
dilatado enfrentamiento polémico que separó a Benjamín Palencia de
la práctica totalidad de sus iniciales discípulos vallecanos, es
quizá para quebrar de una vez ese tópico, lleno de confusión, que
hace enlazar indiscriminadamente esa experiencia puntual de la
Escuela con toda suerte de paisajismos contemporáneos y posteriores
dentro del área madrileña. Con él se suele dar la impresión de que,
sólo a través del minigrupo de Vallecas, se creó el único modelo de
paisaje de posguerra y que, como tal, este mismo fue el que luego
alimentó la llamada Joven Escuela de Madrid.
Esta necesaria puntualización no resta importancia a la
Escuela de Vallecas. Desde mi punto de vista, su huella legendaria
en el arte español contemporáneo tendrá siempre que ver, tanto en su
primera versión de antes de la guerra como en la de después, con un
estado de ánimo y con una actitud moral más que con una fórmula
artística concreta. Por lo demás tampoco ha sido ésta la primera vez
que en nuestro arte desempeñan un papel relevante un tipo de
vivencia ética, pues, como ha escrito J. C. Mainer, «la literatura y
el arte en España es casi siempre una apuesta a favor de la historia
política y corre, por lo tanto, los mismos riesgos que ésta».