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 GÉNESIS Y DESARROLLO DE LA ESCUELA DE VALLECAS

Por ÁLVARO  DELGADO

     La Escuela de Vallecas, el único grupo de vanguardia español que consiguió reaparecer tras la guerra civil, ha dado pie a todo tipo de polémicas. Por desgracia. estas polémicas se han solido centrar en la discusión sobre el papel desempeñado por este o aquel otro artistas en la génesis. desarrollo y ulterior replanteamiento post-bélico de la citada Escuela, con menoscabo de la significación artística en sí.
Francisco San Jose y Alvaro Delgado de la Escuela de Vallecas en el monumento del Cerro Almodovar

      No es que me parezca mal aclarar los datos históricos y, a través de ellos, valorar con justicia la legitimidad y el mérito que corresponde a cada cual, pero creo que se ha inflado artificialmente el aspecto anecdótico, en este caso, de suyo, bastante simple. De hecho, en lo que se refiere a la creación de la Escuela en 1927, año ciertamente fundamental -mítico - para la vanguardia histórica española, los testimonios rememorativos de sus principales protagonistas, Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, resultan coincidentes, como también acaban casando perfectamente los datos proporcionados por quienes participaron en la experiencia vallecana de posguerra, por mucho que los enfrentamientos personales entre los mismos hayan encrespado los ánimos y amargado los recuerdos.
 

     Es evidente, no obstante, que, antes o después, no ha habido discrepancias en cuanto a la sustancia documental del relato histórico de la Escuela de Vallecas, y, en este sentido, considero la ultima prueba definitiva la publicación del amplio estudio de José Corredor Matheos ("Vida y obra de Benjamín Palencia"), en el que, poco antes de la muerte del pintor manchego y, desde luego. con su beneplácito, se confirmaron la mayoría de los datos oficialmente establecidos.
 

     Dejemos, pues, de lado la dimensión anecdótica del asunto y vamos directamente con su interpretación histórico-artística. Me serviré para ello, una vez más, del archifamoso relato retrospectivo de Alberto Sánchez, donde expone el credo estético que orientó desde su origen la aventura. He aquí lo que en él se dice: «Al participar en la Exposición de Artistas Ibéricos, conocí a varios pintores. Casi todos se fueron después a París. menos Benjamín Palencia. Palencia y yo quedamos en Madrid con el deliberado propósito de poner en pie el nuevo arte nacional, que compitiera con el de París.
 

     Durante un período bastante largo, a partir de 1927, más o menos, Palencia y yo nos citábamos casi a diario en la Puerta de Atocha, hacia las tres y media de la tarde, fuera cual fuese el tiempo. Recorríamos a pie diferentes itinerarios; uno de ellos era por la vía del tren, hasta las cercanías de Villaverde Bajo; y sin cruzar el río Manzanares, torcíamos hacia el Cerro Negro y nos dirigíamos hacia Vallecas. Terminábamos en el cerro llamado de Almodóvar, al que bautizamos con el nombre de Cerro Testigo, porque de ahí debía partir la nueva visión del arte español...
 

     Aprovechamos un mojón que allí había, para fijar sobre él nuestra profesión de fe plástica: en una de sus caras escribí mis principios; en otra, puso Palencia los suyos: dedicamos la tercera a Picasso. Y en la cuarta pusimos los nombres de diversos valores plásticos e ideológicos, los que entonces considerábamos más representativos; en esa cara aparecían los nombres de Lisenstein, El Greco, Zurbarán, Cervantes, Velázquez y otros.»
 

     Como comenté en otra ocasión a este mismo respecto, salvo la cita admirativa de Picasso y Eisenstein, nada había en el texto de Alberto que recordara el espíritu iconoclasta de la vanguardia, y, en consecuencia, nada que se tradujera en algo más que en una actitud moral regeneracionista y en un estado emocional ante el paisaje.
 

     Quiero decir que no hubo manifiesto plástico alguno de carácter formulario y que, por tanto, tampoco cabía esperar una orientación estética aglutinante, ni, en definitiva, esta vivencia compartida por los dos artistas amigos modificó de forma sustantiva su evolución artística respectiva. Estilísticamente inmersos entre el postcubismo y el surrealismo naciente, Alberto y Palencia lo que trataban entonces es de dar con un argumento español, que nacionalizase el lenguaje cosmopolita de la vanguardia.
 

     De todas formas, en el deseo proclamado de «poner en pie el nuevo arte nacional, que compitiera con el de París», una parte, la primera, estuvo al alcance de la mano. Entre 1925 y 1931, años de gloriosa fecundidad dentro de la vanguardia plástica y literaria de nuestro país, prosperó una línea de neo-casticismo, cuyos ejemplos más sobresalientes fueron los de Maruja Mallo, pintora entonces de escenas populares; del propio Benjamín Palencia e incluso hasta de Ramón Gaya y Moreno Villa, por no hablar del cada vez más extendido desarrollo de los diversos realismos regionalistas no académicos.
 

     El mundo literario aportaba los casos clamorosos del populismo andalucista de Lorca y Alberti, sin olvidarnos de un personaje, cuya sensibilidad campesina era casi un trasunto de la de Alberto Sánchez, como Miguel Hernández, del que, por cierto, el escultor toledano ha escrito una bellísima evocación. Si, por otra parte, no prescindimos del dato significativo de que en 1927 fue cuando Daniel Vázquez Díaz pinta los frescos de Moguer, en los que el cubismo académico y las ínfulas monumentalistas del maestro onubense demuestran una querencia hacia la tradición española de corte zurbaranesco, la más silenciosa y mineral, comprenderemos mejor el caldo de cultivo de la Escuela de Vallecas.
 

     La lectura atenta de lo escrito por Alberto sobre "La Escuela", así como la contemplación de las cosas creadas entonces por él y por Benjamín Palencia, ciertamente demuestran que, teoría y práctica, el lenguaje plástico empleado por ambos eran una amalgama de elementos fauves, cubistas y surrealistas, cuyo factor aglutinante debía ser ese brote de sentimiento nacionalista, pero interpretado en clave regeneracionista.
 

     Que entre los eventuales visitantes de la experiencia vallecana se encontraran Maruja Mallo, Juan Manuel Caneja, Lorca, Bergamin y Alberti refuerza el sentido de esta interpretación.
 

     Claro que ahora sería pertinente el ponerse a explicar el añejo sentido histórico que ha tenido, dentro de la pintura española a lo largo de la época contemporánea, la relación entre pintura de paisaje, nacionalismo y regeneracionismo, relación que ha sido puesta en evidencia a través del análisis de la generación del 98, pero que puede asimismo rastrearse en su anterior raíz romántica y que se replantea también, como estamos viendo, en plena apoteosis de nuestra vanguardia histórica. En lo que se refiere estrictamente al campo artístico del paisaje, tales son los casos de Alberto, Palencia y, de manera muy especial, de Juan Manuel Caneja, todos ellos revitalizadores de una tradición, aunque su planteamiento fue decididamente anti-noventayochista. Establecieron una nueva visión del paisaje castellano, que era magicista y sensual, en las antípodas de la concepción dolorida, descarnada, fatalista y trágica de los escritores del 98.
 

     Resulta harto significativo el enfrentamiento verbal entre Unamuno y Alberto, relatado por este último, pues, más allá de la anécdota desencadenante, revela el cambio de mentalidad de una generación a otra.
 

     Fuera como fuese, la guerra civil truncó de raíz las ilusiones y posibilidades implícitas en una experiencia como la de la Escuela de Vallecas. ¿Cómo entonces surgió esa otra versión de posguerra? Voy a prescindir del factor nostálgico, que impulsó a Benjamín Palencia a volver sobre sus pasos, acompañado esta vez por un grupo de jóvenes pintores.
 

     En realidad, aunque los nuevos excursionistas visitaran los mismos parajes vallecanos de antaño y tuvieran como guía privilegiado a uno de los fundadores de la etapa anterior, la situación y el espíritu eran radicalmente distintos. Asediados por las circunstancias opresivas de la inmediata posguerra, esta nueva huida al campo estuvo teñida, sobre todo, por un afán de afirmarse a contracorriente, dentro de los reducidísimos límites con los que había que contar entonces para sobrevivir, y pintar paisaje, por su parte, será un imponderable, lo único que cabía hacer en aquellas circunstancias sin perder la dignidad.
 

Desde esa perspectiva, puede uno explicarse la ilusión con que Alvaro Delgado, Carlos Pascual de Lara, Gregorio del Olmo, Enrique Núñez Castelo y Francisco San José rodearon inicialmente a Benjamín Palencia y le siguieron en su intento de resucitar la Escuela de Vallecas. Fue, no obstante, una ilusión pasajera, que, además, no se prolongó mucho en el tiempo para la mayoría de ellos, ya que, salvo San José, el ultimo incorporado, todos abandonaron en 1942.
 

De manera que, sin escatimar la influencia y el estímulo que pudo ejercer en este pequeño grupo la pintura y la personalidad de Benjamín Palencia, así como, en menor medida, la de ese otro superviviente de la experiencia anterior, Luis Castellanos, no creo que el molde configurante decisivo fuera este segundo intento de Escuela.
 

Suscribo, por consiguiente, la opinión testimonial de Alvaro Delgado cuando afirma que «la Escuela de Vallecas - se entiende que en esta su segunda versión no fue sino una idea que jamás, en momento alguno, tuvo realidad; las posibles influencias que pudo tener en principio nuestra pintura de la pintura de Palencia, las hubiésemos tenido sin estar en Vallecas; viéndola en exposiciones».
 

Si personalmente no me asusta suscribir una declaración tan tajante, como la de Alvaro Delgado, incluso siendo consciente del dilatado enfrentamiento polémico que separó a Benjamín Palencia de la práctica totalidad de sus iniciales discípulos vallecanos, es quizá para quebrar de una vez ese tópico, lleno de confusión, que hace enlazar indiscriminadamente esa experiencia puntual de la Escuela con toda suerte de paisajismos contemporáneos y posteriores dentro del área madrileña. Con él se suele dar la impresión de que, sólo a través del minigrupo de Vallecas, se creó el único modelo de paisaje de posguerra y que, como tal, este mismo fue el que luego alimentó la llamada Joven Escuela de Madrid.
 

Esta necesaria puntualización no resta importancia a la Escuela de Vallecas. Desde mi punto de vista, su huella legendaria en el arte español contemporáneo tendrá siempre que ver, tanto en su primera versión de antes de la guerra como en la de después, con un estado de ánimo y con una actitud moral más que con una fórmula artística concreta. Por lo demás tampoco ha sido ésta la primera vez que en nuestro arte desempeñan un papel relevante un tipo de vivencia ética, pues, como ha escrito J. C. Mainer, «la literatura y el arte en España es casi siempre una apuesta a favor de la historia política y corre, por lo tanto, los mismos riesgos que ésta».
 

De "Escuela de Vallecas" (Libro editado con motivo de la Exposición de autores de la citada escuela, en el Centro Cultural Alberto Sánchez, entre el18 de diciembre de 1984 a 23 de enero de 1985)