GENESIS Y DESARROLLO DE LA ESCUELA DE VALLECAS

Alvaro Delgado

Sobre el tema de Vallecas hemos mantenido opiniones distintas Francisco San José y yo. Sanjo, quien se mantuvo más tiempo junto a Palencia y fue el más leal a su singular magisterio, ha sostenido la idea de que aquel pequeño movimiento fue una realidad, y lo ha argumentado. Yo creo que no pasó de un entusiasmado proyecto. Que nunca tuvimos un programa serio y firme, ya que nuestras ideas cambiaban a medida que lo hacían nuestras lecturas. Y como éstas eran muy diversas y elegidas sin criterio, no podían servirnos para nada medianamente riguroso.

Francisco San Jose y Alvaro Delgado en el monumento del Cerro Almodovar
Francisco San Jose y Alvaro Delgado en
"el monumento" del Cerro Almodovar
Teníamos en común una gran curiosidad, la capacidad de hablar andando mayor que se dio en aquellos tiempos, una gran avidez de leer sin rigor y la creencia de que pintar y vivir eran una misma cosa. También nos unía una fuerte pasión por El Greco.

Benjamín nos hizo conocer la paramera del este madrileño, que fue durante años motivo de nuestro trabajo, nos puso en la pista de la "divina proporción", que conocía elementalmente (Castellanos y San José se encargaron de informarnos del tema con más precisión) y que pasó a ser la trama armónica sobre la que componíamos nuestros dibujos y telas - y que, preciso, nunca nos quedaron muy bien -. También nos despertó el amor por los colores claros y las texturas magras.

Nos hizo asomarnos, a través de libros, a la pintura del Cuatrocientos italiano y en largas conversaciones aparecieron los nombres de Juan Ramón Jiménez, Alberti, Federico García Lorca, Maruja Mallo y el escultor Alberto, todos amigos suyos.

Tardaron algún tiempo en saber que en nuestro intento de formar un grupo en Vallecas alguno de ellos nos habían precedido, en particular, Alberto, quien al parecer fue el primer autor de la idea y el descubridor de aquel paisaje de mesetas de greda y cal. Esto lo supimos mucho más tarde.

En aquel paraje, con una mezcla de filosofía platónica y poesía franciscana que convertimos en pauta de conducta moral a la que intentamos ajustarnos, nos lanzamos a la creación del proyecto de una manera nueva de trabajar, no de pintar, suponiendo que ello nos llevaría a encontrar nuevos caminos para nuestra pintura. He sostenido que no pasamos de ahí, de un proyecto que acabó como el rosario de la aurora al poco de nacer, que fue una estupenda, disparatada y confusa aspiración, de la que efectivamente sacamos algún aprendizaje.

Pero que tuvo más de pequeña y divertida aventura, próxima al Lazarillo de Tormes, que a la suma de las Florecillas de San Francisco y Escuela de Barbizón, que era a lo que aspirábamos.

A Palencia lo conocí casualmente. Me lo presentó de una curiosa manera Aventin, un escultor sordo, bohemio y cordial, en el atrio de la iglesia de la Encarnación. «Es el mejor pintor de flores de la Pintura Moderna», me dijo. Chocaban su pulcritud en el vestir, su alegría y su manera de expresarse. Era muy sórdido casi todo cuanto nos rodeaba en aquel Madrid de la posguerra, estábamos en junio de 1939 y el personaje tenía algo que lo hacía distinto y que atraía.

Quedamos en vernos esa misma tarde en el estudio del escultor para que conociese unos dibujos míos que Aventin guardaba y que elogió lo suficiente para despertar su curiosidad. Fuimos allá.

Previamente habíamos hablado de volver a vernos y en que yo le presentase al resto de amigos a quienes me habla referido y con quienes formaba un curioso grupo mezcla de estudiantes de pintura y excombatientes del Ejército Rojo, procedentes de la Escuela de Bellas Artes que Vázquez Díaz había dirigido en Madrid durante la contienda. Palencia me afirmó que trabajaríamos juntos.

Pasó algún tiempo y ni Aventin ni yo sabíamos nada de nuestro pintor. Hasta que una tarde, yendo Carlos Pascual de Lara, Gregorio del Olmo y yo por la calle de Atocha, nos lo encontramos. Hice la oportuna presentación y Benjamín nos dice que hemos de visitarle para conocer sus cuadros, pero no precisa cuándo y aquello a mis amigos nos les gusta. Tampoco su manera de expresarse. No coincidían con mi impresión.

Poco después, estando en el Museo del Prado frente al "San Mauricio del Greco", que rescatado del exilio colgaba en el mismo lugar de «Las Meninas», sustituyéndolas, apareció radiante en la puerta de la pequeña sala. Con alegría le presenté a quienes aún no conocía: San José, Enrique Castelo y a mi hermano Pablo, que por entonces nos acompañaba. Escuchamos sus comentarios sobre el estupendo cuadro, repasamos juntos al resto de tos Grecos del Museo y quedamos entre sorprendidos y encantados proponiéndonos nuevos encuentros y aceptando gustosos nuevamente la sugerencia de visitarle en su estudio para conocer su obra.

El Museo del Prado donde volvemos a coincidir queda convertido en lugar de cita frecuente y en los distintos días que nos vernos se habla mucho y en particular de pintura. Los juicios de Benjamín nos parecen originales y acertados. Pero aún hay que esperar un tiempo, que evidentemente demora, para encontrarnos con sus cuadros.

Hasta que a principios de aquel otoño nos da semáforo verde y permite a algunos de nosotros que le visitemos en su santuario de la calle de Sagasta. Acudimos con curiosidad y respeto y en varias tardes nos muestra su trabajo, que es muy extenso. En principio aquellos cuadros nos sorprenden, en particular los que corresponden a la época que él llama poética, luego nos van ganando poco a poco y más tarde nos entusiasman. Ha aparecido el Esperado y lo aceptamos como el Maestro por excelencia. No le ocultamos nuestro fervor v a partir de aquellos días los encuentros se hacen sin interrupción. Benjamín admite el Magisterio.

Quedamos citados en el malecón de la estación de Atocha e iniciamos la marcha hacia el pueblo de Vallecas. Palencia nos había hablado de aquel paisaje y despertado nuestra curiosidad por conocerio. Recuerdo que era un día gris, hacía frío y los pocos árboles que flanqueaban el camino no tenían hojas. Hicimos parte de la ruta por la carretera general de Valencia y ya próximos nos metimos campo a través para ver la pequeña villa desde la vía del ferrocarril de Barcelona. La torre de la iglesia se alzaba sobre un paisaje de casas de labor, rastrojeras y tierras de barbecho. Al fondo un cerro grande salpicado de matas de tomillo. Todo de un hermoso color pardo y plateado. El aire olía a humo de lela y a plantas silvestres.

Algunos pares de mulas retornaban del trabajo a la cuadra cabalgadas por hombres del campo, sin edad. Entramos en el pueblo, deambulamos por las calles y pasamos a un viejo café que había en la plaza, junto al Ayuntamiento y donde un grupo de campesinos se calentaba junto a la estufa. El propietario reconoció a Benjamín y se acercó cordial a saludarle.

Se abrazaron y hablaron de la guerra, de amigos comunes, de los supervivientes y Lorenzo, que así se llamaba el dueño del cafetín, preguntó «qué había sido de aquel joven moreno y simpático que él creía recordar que era poeta». Palencia nos dijo que se refería a Federico García Lorca, lo que nos dejó estupefacto. Al cabo de un rato salimos camino de la iglesia, donde entramos en el momento en que comenzaban los oficios de la tarde.

Estaba poco iluminada y un extraño personaje parecido a un pájaro triste envuelto en su abrigo, era acompañado en sus cantos con un viejo armónium por una mujer rubia y madura que nos miró de soslayo. Se oía el roce de los rosarios y el murmullo de las oraciones. Por la puerta, entreabierta, nos llegaba el sonido de las esquilas del ganado, el ruido de las caballerías y retazos de conversación de la gente que pasaba. La ceremonia, el ambiente, la música religiosa, el olor del incienso..., todo contribuyó a crear en nosotros un estado emocional que sumado a lo hermoso del paseo y de la tarde nos hicieron afirmar que si Benjamín era el Maestro, aquello era el Paisaje. Estaba decidido, sería nuestro domicilio.

A partir de entonces todo marcha en esa dirección. El paseo a Vallecas se hizo diario. Como nosotros no teníamos dinero, el camino lo hacíamos andando. Y empezamos a tener las primeras amistades: Lorenzo, el tabernero; don Abundio, el cura párroco; Arroyo, el herrero; Pablo, el sacristán; el dueño de la pequeña camioneta que hace el servicio público entre el Puente y el Pueblo de Vallecas..., todos van a formar parte de un grupo de relaciones y de acogidos que en un momento dado harán posible nuestro trabajo allá y nos ayudan a encontrar taller. Fue un tiempo pleno de ilusión, lleno de conversaciones sobre temas diversos donde nos vamos dando a conocer y donde la idea de un grupo de trabajo va redondeándose.

Benjamín nos habla de su pintura, de sus amigos poetas, de sus viajes... Oírle hablar de paisaje era un gozo. Algunos de nosotros sostiene que estaba hecho de sustancia de tierra. Subrayaba su conversación con gestos de sus cuidadas manos de campesino y la convertía en convincente. Nosotros le ofrecíamos nuestro entusiasmo y el comentario de nuestras lecturas.

Nos interesaban mucho Pitágoras y Platón y los clásicos castellanos. Palencia nos hacía ver en todo una referencia al Lazarillo y al Quijote. Si entrábamos en un zaguán podía haber sido el de la casa de Alonso Quijano, si veíamos lejano un jinete éste era el Caballero del Verde Gabán, los niños nos recordaban a Lázaro, las mozas podían ser Aldonza Lorenzo o Maritornes, dependía de su belleza.

Góngora era otro de nuestros favoritos.

Una tarde, sentados en el campo al calor de una lumbre que habíamos hecho con leda y retamas, Palencia nos leyó un pequeño ensayo del que era autor sobre las manos del Giotto y otro sobre aquella pintura suya que la llamaba poética. Nos gustaron y entendimos que allí había ideas que podían servir de base para nuestra Regla.

Y en aquel invierno duro y frío en que pasamos mucha hambre fuimos entramando nuestros proyectos, centrando ideas, tejiendo ilusiones, rechazando unas para sustituirlas por otras que a su vez pueden ser nuevamente rechazadas y sustituidas. Benjamín, recordando al DANTE, impuso el nombre de «Convivio» al grupo.

Pero a medida que pasa el tiempo comienzan las deserciones. Aquello era difícil. Y al llegar la primavera el grupo ha quedado reducido a Palencia, Carlos, San José y yo. El resto no ha podido aguantar las interminables y largas caminatas, las conversaciones sin fin, y han perdido la paciencia ante el proyecto que no cuaja. Nuestras familias presionan para que dejemos aquello, temerosas de un porvenir incierto.

Las circunstancias en el país tampoco favorecen nada. Hace unos meses que estalló la II Gran Guerra y a la situación precaria en que quedamos después de nuestra guerra civil se suman nuevos inconvenientes. El hambre y el frío nos obsesionaban. Se añade a ello el que casi todas nuestras familias pertenecen al bando perdedor de la contienda y nuestra situación económica es muy precaria. Gregorio, Enrique Castelo y Perecito abandonan uno tras otro sin dar explicaciones.

Lo que sucede después lo hemos contado San José y yo largamente en el libro que sobre la Escuela de Madrid escribió Sánchez-Camargo. Lo transcribo directamente del libro de Sánchez-Camargo, donde la conté:

«Por esa casa habían pasado las Brigadas Internacionales, después los moros y por último había sido cuartel de la legión, que la habla dejado en un estado de suciedad y destrozo inimaginables. El día en que don Abundio nos entregó las llaves, Palencia, que entonces me destacaba a mí entre todos los componentes del grupo, me dijo que les ordenase a los demás que al llegar a la puerta se pusiesen en fila india. Lo cumplimos como quería y después de trasponer el umbral, ante nuestro asombro y el de varios curiosos que se asomaban entre las rejas de las ventanas, sacó un enorme crucifijo del pecho y alzándolo con las manos por encima de su cabeza comenzó a dar gritos estentóreos invitando «a los posibles demonios que habitaban entre aquellos montones de suciedad a que se retirasen vencidos ante la pureza del pequeño ejército que componían aquellos jóvenes plásticos». Invocó el nombre del Pobrecillo de Asís, a cuyo patronazgo nos acogíamos, y mientras discurría en voz alta toda esta monserga, atravesábamos las habitaciones entre asustados y asombrados y no poco avergonzados del espectáculo que ofrecíamos a los campesinos que nos miraban por las ventanas, curiosos de aquella pequeña y disparatada procesión.

Como era natural, aquello no podía acabar bien y al cabo de quince días en que no hicimos más que fregar suelos, limpiar cristales, arrojar escombros y encalar habitaciones, surgió, por una pequeña puerta que había en el patio, un energúmeno gigantón que se dirigió a nosotros enfadado e insultándonos. Nos llamó allanadores de moradas, sinvergüenzas y alguna otra cosa por el estilo. Al ver que Palencia callaba atemorizado, me enfrenté con el tipo, le dije alguna impertinencia y le exigí que hablase con más respeto ante el mejor pintor de España.

El individuo, mucho más enfadado aún, me insultó y salió echando chispas. No transcurrieron diez minutos cuando unos fuertes golpes dados en la puerta del patio nos obligó a abrirla y nos encontramos con el exasperado personaje y una pareja de la Guardia Civil a cuyo auxilio había recurrido para echarnos de la casa.

Nos justificamos, solicitó que se consulte con el cura, y marchó hacia su casa acompañado de los Civiles; el ama nos dice que ha partido camino del cementerio, donde le encontramos. Sentados sobre unas tumbas, el cura, los guardias y yo, queda aclarado que Abundio y el Ayuntamiento ignoraban la existencia de ningún propietario y que de nuestra laboriosa invasión eran ellos los culpables. El final fue un triste regreso a Madrid y el quedarnos sin lugar donde domiciliar «EL CONVIVIO».

Repetidos intentos tuvieron finales parecidos. Una capilla de la iglesia que nos cedió el cura, una ermita en las afueras del pueblo, otra casa.. - En todas ellas después de trabajar como negros, fregar, limpiar, quitar escombros, hacer de albañiles, etc., se nos derribaba un muro, se nos caía un techo, o Benjamín se enfadaba o bien nos echaban. Existía una fatalidad contra el grupo. Los santos, tan invocados, no nos eran favorables.»

Pintábamos poco pero sí dibujábamos mucho. A falta de taller lo hacíamos en las eras, en las cabañas de los melonares, en el atrio de la iglesia. era gozoso dibujar niños, que se ofrecían contentos, en la puerta del templo, escuchando el chillido de los vencejos que pasaban en veloces y cruzados vuelos.

Existen varios espléndidos dibujos de Benjamín de aquellos días. También alguno de Carlos, que frecuentemente acertaba. Cuando más tarde decidimos pintar acuarelas, Palencia consiguió alguna magnífica que nos asombró por la exactitud de su visión. Conozco pocas retinas de pintor tan limpias al mirar. Trabajaba muy rápidamente, entregado al quehacer, y llevaba al papel con exactitud asombrosa y como acariciándolo, el tema elegido. En aquel momento nos influyó mucho y la excelencia de lo que pintaba nos hacia olvidar lo vidriosas que iban tomándose nuestras relaciones. Nuestro trabajo era más torpe, como correspondía, y a veces le dedicaba comentarios desdeñosos. Esto nos molestaba, pero a él no le importaba mucho.

En la época de la trilla nos gustaba estar tumbados en los montones de paja, charlando, mientras veíamos el ir y venir de las caballerías y el de los campesinos que las conducían. Las mujeres les ayudaban a aventar o recogían con escobas de retama los granos que se habían esparcido. Estando así una tarde Benjamín nos anunció que iba a celebrar una ceremonia para transmitirnos talento, ya que era sabedor de la influencia que tenía sobre nosotros. Se hizo a los dos días en el melonar de Monje, que era un monaguillo amigo que nos servía de modelo. Palencia levantó un pequeño altar bajo la visera de la cabaña sobre un taburete, poniendo unas reproducciones de pintura y colocando junto a ellas unos cardos formando figuras geométricas después de pronunciar unas palabras en las que habló del CONVIVIO y de la MEDIDA AUREA y en las que se autotituló de UNGIDO se produjo Un enojoso y sorprendido silencio que San José rompió con un «y amén». Después nos dio a beber una copa de vino.

A partir de aquel momento todo se produce a un ritmo que se precipita y comprime como el «amén» de Sanjo. Arroyo nos alquila un taller de herrero donde instalamos el estudio que amueblamos como Dios nos da a entender y nos queda muy bien.

Continuamos dibujando y haciendo acuarelas - el dinero no da para más -cuando lo permiten nuestras obligaciones de albañiles, carpinteros, pintores de puertas y techos, y fregones.

Es Benjamín quien pinta algún espléndido bodegón que nos entusiasma. Nos visitan algunos curiosos y con alguna frecuencia Rafael López Egoñez, entusiasta de nuestro proyecto, pariente de Benjamín, con quien vive y censor de nuestros actos. También aparece Luis Castellanos, pintor, que acababa de salir de un campo de concentración.

Amigo de B. Palencia antes de nuestra guerra, es hombre inteligente y cínico. Está tuberculoso y admite con estupenda frialdad que ha de morir a no tardar mucho. Y sucede. Nos ayuda a entender el lío de la «medida áurea», ya que ha traducido el libro de Lucas Paccioli. Está con nosotros un tiempo. Entendemos que es una buena adquisición. Pero después es otro que desaparece sin decir ni Pío. Supongo que esta empresa, que nos es tan cara, le parece un juego. Es sujeto de experiencia dura:

trincheras y cárcel y mira con escepticismo la invitación al banquete de los ángeles. Y ha de preguntarse qué puñetas hace allá.

Las dificultades se multiplican. No tenemos un cuarto y hemos de hacer milagros para pagar la parte que nos corresponde en el alquiler de la casa. Dibujamos gracias a que el padre de Carlos, director de una Escuela, nos regala el papel y la tinta. Seguimos con hambre. Benjamín se encuentra cada vez más distante, atento solamente a su trabajo y a la felicidad que le corresponde.

Habla poco del CONVIVIO y cuando lo hace es para decir cosas peregrinas: «hemos de pensar en un escudo para el grupo. Puede ser una esfera, símbolo del Universo, dividida en cuatro partes significando los elementos. La esfera descansará sobre un compás de la sección dorada, que es la armonía. Lo haremos en un tamaño tal que pueda llevarse en fa solapa. La vuestra será de plata, como discípulos que sois. La mía de oro». O bien "tendremos, como en las órdenes religiosas, lector que, mientras comamos, nos lea nuestros libros preferidos". O quizá músicos. Como El Greco».

Ideas como éstas nos llevaban a la conclusión de que estaba en las nubes. No creo que nosotros estuviéramos en otro sitio. Y empezábamos a tomar conciencia de ello. Y después de una serie de fracasos, enfrentamientos y enconos, en unas circunstancias que cada vez eran más adversas y situaciones que analizadas no dejaban de ser divertidas, aquello acabó como en una película del buen Chaplin. Carlos y yo - San José eligió quedarse, en estampa melancólica, con los bártulos de pintar bajo el brazo - emprendimos carretera adelante y hacia el ocaso, un camino que podía llevarnos a muchas partes, pero desde luego no al CONVIVIO.

ALVARO DELGADO Madrid, noviembre de 1981
Del catálogo de la exposición de Alvaro Delgado en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja. Zaragoza, 1983.


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