TEXTO SOBRE JUAN MANUEL CANEJA (De Manuel Sánchez Camargo)

Yo no he sido nunca un pintor narrativo, y, en suma, no he tenido nunca una gran consideración hacia mis dotes para el relato, ni en el campo de la pintura ni en cualquier otro. No sé si será consecuencia del carácter, pero creo que mi carrera se puede advertir una progresiva tendencia hacia el silencio, y al dictado de una economía que sólo se siente firme entre paredes humildes, un recelo hacia una clase de retórica que nunca he tratado de ensayar por miedo de verme inducido en un medio que no era el mío.

No sé tampoco si esa postura es natural o defensiva, no me he cuidado ni me cuidaré nunca de saberlo. He huido, por consiguiente, de los relatos en la seguridad de que, para mis maneras de expresión, el relato está tan implícito en la imagen y la imagen es un instante del medio. En el espacio de mi vida, si el medio en que he vivido se ha alterado poco, el medio que he pretendido pintar no se ha modificado sino para hacerse manifiesto de una forma más simple y sencilla, a tenor de una evolución personal y de una voluntad de lucidez.

He tratado siempre de pintar sujeto a una serie de condiciones muy simples, la primera de las cuales es no variar en substancia el argumento. No sólo ha variado, como decía antes, sino que todavía no he encontrado una razón para abandonarlo yo. De haberlo hecho es que habría fracasado o habría consumado una fase que estoy muy lejos de considerar agotada.

Esas mutaciones más de objeto que de estilo son, a mi modo de ver justificables solamente cuando la obra del pintor, por gracia suya, se hace a su vez objeto de pintura. De no ser así no parece tener otro fin que el saber llegar a pintar aquel objeto que un día afortunado supo elegir - de la forma más acorde - con una intimidad que ha evolucionado y se ha depurado al contacto con él.

Para mí, digo que no ha variado. No tengo ningún reparo - mas bien hay un orgullo que trata de mitigar las heridas producidas en el amor propio por las llamadas «obras de creación» - en agruparme con aquellos pintores que sólo tratan de estrujar hasta el agotamiento un descubrimiento anacrónico y que sólo dormirán en paz el día que logren la fusión entre una intimidad vacilante y un objeto de pintura que un día, cuando era ajeno a ella la despertó en sus atractivos.

Vale la pena pararse a considerar que el hombre que marcha por ese camino a lo que, en el fondo, aspira es a desembarazarse de una vez del Arte. A terminar con él, matarlo y destruirlo no para liquidar la deuda que ha contraído con la sociedad, ni para limpiarla de un vicio incorregible o una costumbre antisocial, ni siquiera para buscar con su muerte su supervivencia sino, antes que todo eso, para restablecer la paz de una conciencia que un día fue violentada por un momento (o una edad) inquietante, fugaz y gratuita.

Estoy seguro que hay que hacerlo así y que - en nuestra época - hemos estado muy cerca de alcanzar esa meta. Pero las consecuencia de ese final me preocupan mucho menos que la forma en que se va a llevar a cabo y el poco provecho de un holocausto inútil. Hasta ahora, al menos en Europa, un arte ha muerto para que nazca otro porque por cada pintor decidido a llevar su pintura hasta la agonía han surgido una docena de ellos dispuestos a regenerarlo o resucitarla.

Esa función conservadora o regenerativa tiene para mí un valor secundario porque obedece a una serie de necesidades y tradiciones cuyo verdadero valor no lo tengo demasiado claro. En los períodos de agonía casi todas las formas en boga adolecen de una falta de rigor y espontaneidad que definen un estilo insincero; tanto las que buscan su salvación en un lenguaje y unos ornamentos consagrados como las que, por no caer en las maldiciones del pastiche, tratan de avanzar por un camino que no tiene salida.

En cualquier caso la pintura no nace del entusiasmo, sino del miedo, no de la invención, sino del recelo, no busca, ni encuentra, ni narra, ni ameniza, sino que, subida al trono de un reino heredado, pierde su tiempo en conjeturas. Y en consecuencia lo que hoy se pinta en el mundo (con una excepción, de todos conocida) no alcanza el nivel de lo que yo entiendo por pintura.

A menudo he tenido la sensación de que la pintura que yo conocí ha entrado hoy en una fase de alcoholización en la que toda su conducta - una conducta desarraigada, importuna y un tanto inútil - sólo se entiende a través de unos desvaríos que tienen un sentido si se conoce su pasado, que sólo se traduce en un hastío y un desencanto que se pueden soportar nada más que a través del recuerdo de otros años huidos y a la cuenta de un antiguo afecto. Pero no se trata de una desilusión.

El afecto, el interés y la inquietud datan de otra época. Si los hallazgos de entonces han caducado, o al menos, han venido a determinar inexorablemente las formas de hoy, tanto peor para nosotros. No se trata de conformarse con una justificación objetiva o histórica que a nadie convence, ni se trata tampoco de lamentarse, sino de enfrentarse con las consecuencias de una contradicción que sólo en el nivel de los sentimientos - no del bienestar público - tiene importancia. Si al trono de la pintura pronto se va a subir un usurpador, a mí en cierto modo me da lo mismo, porque siempre he sido republicano.

Por la fecha de mi nacimiento a la pintura me considero un afortunado, un biennacido. Ese sólo hecho ha bastado para que mis convicciones prevalezcan y para que haya sabido conservarlas - para mi propia e íntima satisfacción - bastante íntegras. Porque en lo que a mí toca no prescribe la obra de Juan Gris, y de Picasso o Braque, que yo empecé a conocer a los veinte años, menos porque haya alcanzado una cotización histórica inamovible que porque entonces formó en mí un cuerpo de creencias y convicciones y gustos que ninguna de las fluctuaciones de la moda será capaz de alterar. Una tal suerte es una cosa que ocurre o que no ocurre, y no es preciso buscar más explicaciones.

Fácilmente se comprende que habiendo entrado en la pintura por el pórtico no puede haber ulteriormente grandes problemas de convicciones; a lo más habrá una mejor o peor adecuación del siglo con una educación cuya mejor garantía es su permanencia. Porque la pintura para mí es muy poca cosa antes de aquel momento, lo es todo después; incluso el Museo del Prado al que entré por primera vez buscando la paternidad de Picasso. Creo que ese era el proceso normal; entrar allí de la mano de Picasso, de Gris y Braque.

Si lo que se pretende en esta vida es pintar el camino inverso me parece - además de tortuoso, poco franco y lleno de peligros- la mejor garantía para, a costa de mucha ciencia, no llegar nunca a un cabal entendimiento del momento actual y para situarse en él con una mentalidad de perdonavidas con demasiados recursos como para fracasar y, por consiguiente, con demasiados reparos para intentar nada provechoso.

No sé si será perseverancia, debilidad de carácter, exceso de apego a la juventud o fosilización, pero lo cierto es que la mano sigue pintando al dictado de la voluntad de aquel momento y que lo mismo que entonces intentaba sigue intentando hoy. Solamente ha variado la forma de llevarla a cabo, en un terreno acotado entre unos límites más estrechos, quizá los de una memoria que al madurar selecciona y al envejecer se angosta volviendo los ojos desde la capital, desde un piso bajo, la pintura comienza en la rueda de un carro abandonada en un patio que la edad conserva arrinconada, y que, al igual que el inútil costurero materno superviviente de muchas mudanzas, a la postre, al final de la vida del pintor se constituye en reliquia o en al argumento de un cuadro.

Es la rueda y es la consciencia y es la inocente reliquia de una memoria que es, en el fondo, responsable de un gusto y de la conservación de un aprendizaje. Entonces acaso se pinte por conservar la infancia, envuelta en líquidos incorruptibles, o para reconstruirla en parte con los colores de un día de felices hallazgos; pero la memoria los nubla; son el azul Picasso, y el rojo Matisse y el gris Goya, esos componentes de la luz muchos más reales que las bandas del espectro y que - como ellas - jamás aflorarán a la paleta de un pintor sin retórica.

De aquel momento de lucidez juvenil - cuando el pintor entra en conocimiento con las leyes de su voluntad artística al amparo de sus recientes descubrimientos -, no queda más que la intención. De una época posterior más dura datan los recursos, y quizá de la infancia me llega el argumento. Tal vez se trata de buscar en el tiempo una profundidad que el espacio no argumental sólo entrega si se claudica algunas de aquellas condiciones que el hombre se impone para conservar la interidad de su obra y no caer en las tentaciones literarias.

Pero a la postre no podrá eludirías ni superarlas - ni en el piso bajo de un academia barata ni en las esquinas del Barrio Latino - sino con los instrumentos habituales de su trabajo que él - como hijo de sus obras y sujeto a la misma disciplina -, no puede abandonar sin violar aquel voto íntimo por el que su vida puede tener algún valor.



«Diez Pintores Madrileños» de Manuel Sánchez Camargo.
Ediciones Cultura Hispánica, Madrid 1965.



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