Confieso
que hasta hace un par de años nunca había subido a la cima del "Cerro
Almodóvar", ese monte
arrasado e isleño que sirvió como altar gigantesco a la experiencia poética
y plástica que llamamos
"Escuela de Vallecas". Lo había mencionado de palabra y por escrito
muchas veces. Había visto su perfil
de artesa invertida desde muy cerca, elevándose sobre las urbanizaciones que
prolongan el borde de
Madrid hacia el Este, creando un hito insoslayable en el viejo camino que
une Vicálvaro y Vallecas.
Sin
embargo, confieso que hasta hace muy poco no había llegado a alcanzar la pequeña
meseta que lo
remata. Tal vez fue por pereza, tal vez por miedo a que se rompiese un encanto
celosamente guardado
desde hacía años en las trastiendas más sinceras de la conciencia.
La historia de la "Escuela de Vallecas" y el papel litúrgico del
"Cerro Testigo", como lo bautizó Alberto,
componen uno de los mitos fundacionales del arte español contemporáneo. La
historiografía lo rememora
una y otra vez cuando quiere abordar los primeros escalones de madurez de
la modernidad artística
peninsular.
Hacia fines de 1930 Alberto y Benjamín Palencia se juramentaron sobre el viejo
vértice geodésico que
coronaba la cima de ese cerro desde el siglo anterior. Consagraban con ello
los cimientos de una poética
que pretendía entrelazar esfuerzos de modernización de nuestro arte con las
raíces más hondas de una
identidad propia. Identidad geológica, agrícola, histórica, cultural...
Raíces
telúricas, muy profundas, pero
a la vez palpables en lo externo de la piel del paisaje natural y agrario,
en la marginalidad fronteriza del
suburbio que entrevera lo rural y lo urbano, incluso en el derrubio miserable
de estercoleros amarrados al
vestigio del presente por una condición propia e inexorable. Fue un acto de
sortilegio donde creación
artística, pulso de lo viviente o de sus huellas, fuerzas de lo orogénico
o lo erosivo y grandeza mágica del
devenir cotidiano se enmarañaron definitivamente en el territorio de la sensibilidad.
Cuadros y esculturas pasaban a convertirse entonces en puros testimonios,
en artefactos capaces de
remover en la memoria el clima de inspiración que les daba su razón de ser.
Redivivo, este clima volvía a
transformarse en una realidad eficiente. Con ello se ponían en pié las condiciones
para un diálogo sin
trabas entre el sujeto y el hecho mismo de existir, concebido como poyesis
inseparable de la condición
humana. Una condición exaltada y propuesta como un objetivo situado más allá
de los límites
fragmentradores de la condición social.
Alboreando ya la Segunda República, Alberto y Palencia daban así forma definitiva
a algo que ya se venía
fraguando a partir de 1926, durante los paseos iniciáticos de Alberto y Francisco
Lasso por esos mismos
parajes vallecanos. Algo que cuatro o cinco años atrás ya podía intuirse en
las meditaciones
entrecruzadas de Alberto y Barradas en la Puerta de Atocha, puerta que, inevitablemente,
también
desembocaba en las tierras de Vallecas. Incluso antes, en los sueños compartidos
por Alberto y
Francisco Mateos a mediados de los años diez. Acaso también en aquel Alberto
"niño yuntero" que en su
infancia toledana soñara con ser artista. Posiblemente, en todas estas situaciones
se estaban rozando
los labios de una herida cerrada en falso desde el noventa y ocho. No en vano,
los paisajes del Manzanares
que pintara Beruete manifiestan esa visión marginal, orillada, casi furtiva
de un Madrid donde naturaleza y
suburbio enmarcaban la insignificancia de la ciudad, señalando el umbral para
una poesía sin máscara.
Durante el lustro que aún faltaba hasta la Guerra Civil y a pesar de que el
diálogo Alberto-Palencia
comenzara a fracturarse ya desde finales de 1932, la liturgia iniciática del
"Cerro testigo" embarcaría a
nuevos conjurados, adeptos o simpatizantes, arrastrándolos con la potencia
sugestiva de las formas que
de ella emanaban. Por allí habrían de pasar artistas como Lasso, Maruja Mallo,
Díaz Yepes, Rodríguez
Luna, Moreno Villa, Díaz Caneja, Mateos, Eduardo y Esteban Vicente, Castellanos,
Lekuona, Carreño,
Pérez Contell, Badía, Climent, González Bernal, Oteyza. También muchos escritores
como Lorca, Alberti,
Miguel Hernández, Neruda, Vivanco, Herrera Petere, Gil Bel, Jarnés.
Esta congregación de sensibilidades tan diversas suponía algo importante.
El magnetismo de la poética
de Vallecas, el de ese "Cerro testigo" al que en la orilla misma
de la guerra Alberto llevó a su compañera
Clara Sancha para refrendarle una vez más su amor, se estaba mostrando capaz
de funcionar como
epicentro de buena parte de la cultura artística de tiempos de la República.
La mejor prueba de esto
último la constituye un hecho ocurrido a lo largo de 1933: cuando Torres García
intenta aglutinar todos los
efectivos de la modernidad artística madrileña para organizar su "Grupo
de Artistas de Arte Constructivo",
lo que logra juntar no es otra cosa que el núcleo básico de quienes estaban
compartiendo esa "Poética
de Vallecas".
La clave de este papel protagonista tal vez radique en la capacidad mostrada
por dicha poética para
orquestrar un "surrealismo alcanzable", vinculado a paisajes físicos
y culturales mucho más próximos que
aquellos que no lograrían nunca ocultar sus etiquetas de importación. Y entre
otras cosas, el Surrealismo
significaba en la España de los treinta la última trinchera del vanguardismo
internacional. Posiblemente,
este éxito también encuentre su explicación en la manera en que Vallecas hacía
propias unas formas que,
simultáneamente, entroncaban con otras de Picasso, Arp, Brancusi, Tanguy,
Moore, Hepworth,
Giacometti, Ernst. En cómo Vallecas era capaz de recoger el testigo del magicismo
panteísta que vinculó
a Miró con los surrealistas (o viceversa). Capaz también de entablar diálogo
con las formas blandas,
orgánicas y a la vez minerales y óseas del Dalí inmediatamente posterior a
1927. Unos lazos que, tarde o
temprano, directa o indirectamente, acababan relacionando también las formas
vallecanas con las de
Marinel.lo, Sans, Eudaldo Serra, Lamolla, Massanet...
En los años cuarenta, cuando la Guerra Civil parecía haber interrumpido por
completo el hilo conductor de
la cultura republicana, el espíritu de Vallecas reaparece. Ocultando todo
vestigio de lo ocurrido en los
años treinta (y ocultando sobre todo a Alberto), Benjamín Palencia intentó
resucitar los elementos
fundacionales de aquella experiencia, secundado por un siempre silencioso
Luis Castellanos. Alvaro
Delgado, Francisco San José, Carlos Pascual de Lara y Gregorio del Olmo quedaron
seducidos por el
persuasivo magisterio del artista albaceteño, quien les indujo a celebrar
un misterioso compromiso
poético sobre la cima del "Cerro Testigo". Así, sin tener constancia
de lo ocurrido en la preguerra y
mediante un nuevo repertorio de recursos plásticos, la "Segunda Escuela
de Vallecas" vendría a reflejar
un clima estético y, en cierto modo, ético, que entablaba profundas relaciones
con el desplegado por la
primera escuela en los años treinta. Muy poco después, Ortega Muñoz, Francisco
Arias, Zabaleta y otros
componentes de la llamada Escuela de Madrid habilitarían ciertos cauces pictóricos
que permitieron
continuar respirando algunos fragmentos de la sensibilidad configurada por
esa "Segunda Escuela".
Pero, mientras todo esto ocurría, los paisajes misérrimos que a principios
de los cuarenta siguió pintando
Eduardo Vicente, el templado cromatismo sinfín de Caneja o las formas realizadas
por Díaz Yepes en el
campo de concentración (y luego en el exilio montevideano) perpetuaban de
forma contundente y directa
los presupuestos formales de la primitiva estética del "Cerro testigo".
Sin embargo, el verdadero custodio de la poética vallecana no fue otro que
su principal artífice: Alberto.
Cuando la guerra lo llevó a tierras valencianas, el artista se encontró ante
una extraña coincidencia, casi
una alucinación. Los arrasados paisajes de la orografía levantina, sus rocas
erosionadas, los bancales de
los agricultores, hasta la arquitectura popular de enclaves como Benimámet
o Paterna, configuraban a
escala real rasgos formales idénticos a los inspirados por los paisajes de
Vallecas, Guadalajara y
Toledo. De ahí que la identidad que detecta mos entre las formas realizadas
por Alberto en 1936 y 1937 y
las de principios de los treinta no obedezca sólo a la inercia de autoconservación
del lenguaje, sino a una
verdadera retroalimentación de su universo inspirador, a una especie de mágica
profecía cumplida.
Todo esto lo percibimos con mucha claridad en "El pueblo español tiene
un camino que conduce a una
estrella", el enorme monolito que el artista toledano creó para servir
de emblema en la entrada del
Pabellón Español en la Exposición Internacional de París de 1937.
Su estética
era claramente
continuadora de la vallecana y Alberto la desarrolló también en el diseño
de las estanterías que en dicho
pabellón exhibían productos de la cultura popular. Elevándose como una orgánica
llamarada de
esperanza, la de un pueblo luchando por su libertad, hoy aquel totem parece
mostrarnos también un
reverso melancólico, como si estuviera entonando el canto de cisne de un aliento
poético que la guerra amenazaba con yugular definitivamente.
Durante los primeros momentos de su exilio, Alberto cambió substancialmente
el contenido de su
actividad, abandonando momentáneamente la escultura y solapando aquellas formas
que evocaban su
inmediato pasado con las que respondían a las nuevas sensaciones inspiradas
por los paisajes rusos.
Cuando a partir de 1956 reemprende su actividad como escultor, el lenguaje
visual originado en la etapa
vallecana logra demostrar una vez más su capacidad de supervivencia, adaptándose
a un nuevo
repertorio de piezas donde el equipaje de la memoria se asocia con miradas
que ponen el pié sobre el
presente y encaran la tensión que las atrae desde el futuro.
Por todas estas cosas, no haber subido todavía físicamente a la cima del "Cerro
testigo" tenía para mí
algo de sacrílega deuda. Escogí un día despejado. Más bien polvoriento y machacado
por un sol
abrasador. Llevaba en la mano un magnetófono en el que la voz de Alberto,
grabada a fines de los
cincuenta, entonaba de vez en cuando atronadoras palabras que, entre otras
cosas, mencionaban
explícitamente aquel lugar. Procuré acometer la marcha en una compañía tan
turbadora como el propio
escenario. Finalmente echamos a andar, partiendo del mismo Vicálvaro, en dirección
a Vallecas.
Precisamente, recorríamos la misma senda que aún muestra esa entidad exigua
en lo paisajístico y en lo
civilizado que tanto subrayaron los hermanos Eduardo y Esteban Vicente en
sus obras de los años treinta
y la inmediata postguerra. El suburbio se fue volviendo un paraje desolado
y marginal para, finalmente,
transformarse en un estercolero obscenamente entretejido en el mosaico de
los campos labrados y entre
los síntomas de terrenos en construcción, a medio comenzar o abandonados.
El "Cerro Testigo" fue creciendo ante la vista, el sudor y la sequedad
de garganta, mientras la tierra
empezaba a mostrar una corteza topográfica y unos tesoros minerales capaces
de evocar, con
estremecedora precisión, las palabras y las formas de Alberto. Inesperadamente,
a un lado de aquella
senda miserable apareció la improvisada tumba-homenaje de una niña, espontánea
instalación popular
tras un turbio asesinato irresuelto. Aquello tiñó la mañana con el aliento
sórdido de la crónica negra,
capaz de frenar cualquier veleidad arcádica y, a la vez, de rescatar esa conciencia
de lo real, de lo
tangible, que el propio Alberto nunca había querido perder de vista.
Con el cuerpo y el ánimo golpeados, casi a la manera de una ceremonia expiatoria,
llegamos por fin a la
cima. Allí, la presencia del viejo vértice geodésico certifica todavía el
coeficiente de verdad que lastra
gravitatoriamente la leyenda de la "Escuela de Vallecas". A pesar
de percibirse claramente el crecimiento
experimentado por Madrid desde los años treinta, vista desde allí la ciudad
todavía sigue siendo un
episodio insignificante frente a la magnitud del horizonte que circunda al
"Cerro testigo" por los cuatro
puntos cardinales. Advertimos que nuestros bolsillos se habían ido llenando
de cuarzos, pedernales,
raíces retorcidas y huesecillos de animales pelados por el sol. También llevábamos
el corazón aplastado
contra la garganta por sensaciones inaprehensibles. Realizamos, una vez más,
un juramento-sortilegio
alrededor del mojón de piedra. Lo hicimos rodeados del hervor vital de un
cerro insomne que aún certifica
que la poesía es sólo un cerrojo descorriéndose sobre el infinito. |