Se
ha conocido el texto de un escrito firmado por el arzobispo de Madrid, cardenal
Tarancón, destinado a ser leído en todas las iglesias de la archidiócesis a
manera de homilía el día DE San José.
Ha
habido precedentes de ocasiones conflictivas en las que – para evitar la utilización
de la predicación por parte de los sacerdotes para exponer sus propias opiniones
en cuestiones discutibles - la autoridad eclesiástica competente había hecho
leer una nota o una homilía redactada por otra persona o comisión, avalada con
su aprobación o firma.
Entonces,
como ahora, se han planteado interrogantes acerca de si procede o no una medida
de este tipo. El problema, ciertamente, no es sólo teórico porque de hecho,
hay iglesias en las que se leen y otras en las que no se leen.
El obispo en cada diócesis, en virtud de
su cargo pastoral, tiene la potestad de regir, santificar y enseñar a sus fieles
y dictar las disposiciones convenientes que estén encaminadas a realizar esas
funciones con vistas a esas finalidades. Así, el obispo ha tenido siempre la
misión de vigilancia de la predicación y de tomar las medidas oportunas para
fomentar la unidad entre sus diocesanos. Ese podría ser la motivación de alguna
disposición como la presente.
Ahora
bien, ¿qué fuerza tienen estas expresiones de la voluntad del obispo? Ante todo
habrá que atender al carácter del instrumento jurídico adoptado por el obispo.
Podría
verse en ello un indicio de su intención: distinta fuerza, en efecto, tienen
un decreto o un mandamiento, un precepto particular, o un ruego, una exhortación,
una recomendación, etc.
En
caso de que sea propiamente un mandamiento, en principio hay que presumir su
valor de tal y el que lo recibe, si no hay razones válidas en contrario, debe
cumplirlo o por lo menos puede cumplirlo en conciencia. Si no lo cumple, sabe
que se expone a las sanciones justas que estén previstas por el derecho y atenerse
a las consecuencias que ello pueda acarrear.
Ciertamente
que en ocasiones alguien podrá sentir un imperativo de conciencia que le llevará
a no cumplir una de esas órdenes. Ya se entiende que en principio hay que estar en la presunción de que el superior
eclesiástico tiene atribuciones o razón en dictar la medida, y que habrá que
obedecerle. Si, no obstante, el que ha recibido la orden cree tener razones
poderosas para no obedecer habrá de asegurarse de que no sean las suyas sólo
apreciaciones subjetivas y ver si la razón que le lleva a no cumplir esa indicación
es de rango superior.
Ya
se ve que aunque la Iglesia sea una sociedad sólidamente jerarquizada, el respeto
a la conciencia, a los derechos de la persona, y una práctica de siglos, proporcionan
a los fieles una defensa ante todo peligro de dictadura, al tiempo que fortalecen
la legítima autoridad dentro de la Iglesia.
F. B
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