> Historia de Vallecas | |||||||||||||||
APUNTES ENTRAÑABLES SOBRE MI BARRIO: VALLECAS
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A modo de introducción Lo que leerán a continuación son extractos de sendos libros que, con mucho cariño y meses de dedicación, escribí para mis padres, una especie de “regalo de memoria” sobre sus respectivas infancias y juventud en Madrid. Este relato posee, además, una dosis extra de nostalgia porque nuestra familia se marchó a vivir a Canarias allá por el año 1973. Tanto la familia de mi padre como la de mi madre, y luego nosotros mismos, vivimos desde siempre en el Puente de Vallecas, así que considero que no sólo fue el barrio de mis padres y sus familias, sino también el mío. Vivo en una isla, muy lejos de Madrid y con pocos medios a mi disposición en cuanto a acceso a documentación; Internet y los propios recuerdos de mis padres y familiares han sido, prácticamente, mis únicas fuentes. Por tanto, pido disculpas anticipadas si algún lector encuentra algún error histórico o de fechas, aunque he hecho todo lo posible para contrastar y revisar los datos que facilito. Espero haber sido todo lo fiel posible a la realidad que la memoria de otros ha dibujado para mí. Marina García Cardiel Historias de Vallecas Vallecas fue una ciudad independiente, con alcalde propio, hasta principios de la década de los cincuenta, para quedar luego definitivamente anexionada al municipio de Madrid. En sus inicios, esa zona era aún considerada como extrarradio de la ciudad y, de hecho, las actuales Portazgo y Alto del Arenal eran zonas de cultivo. Esa Vallecas de entonces se diferenciaba en distintos barrios como el de Doña Carlota, Nueva Numancia, Vallecas y La China; a partir de 1920 ya se empieza a nombrar el barrio de Entrevías. La zona de Peña Prieta es una de las más antiguas, además del propio Puente de Vallecas.
Durante la Guerra Civil, esta zona se encontraba peligrosamente cerca de uno de los frentes de lucha más activos, en el bando republicano. Debido a ello fue atacado con especial dureza, siendo escenario de dos grandes batallas: la del Jarama y la de Guadalajara. Entrevías, el Pozo del Tío Raimundo y la Villa de Vallecas fueron las zonas más castigadas; la primera quedó totalmente arrasada y el Puente de Vallecas sufrió continuos ataques aéreos. De este castizo lugar suele destacarse el carácter abierto de sus habitantes, popular y reivindicativo, quizá debido a sus antecedentes republicanos y al papel que tuvo durante la contienda civil. Ha sido considerado, desde siempre, un barrio eminentemente obrero que comenzó a crecer desmesuradamente a partir de los años cincuenta debido a la riada inmigratoria de gentes desde otras provincias más deprimidas y desde las zonas rurales, que buscaban en la capital una vida mejor. Al hallarse en la periferia y rodeada de terreno agrícola, Vallecas absorbió, durante la posguerra, el mayor contingente de personas llegadas del campo. En sólo diez años (1950-1960) su población aumentó en un 180 por ciento. La urgencia por dar cabida a tal cantidad de gente hizo que fuera creciendo desordenadamente, las calles continuaron siendo de tierra durante mucho tiempo y se construyeron las denominadas “casas bajas”. Sobre principios de los años 40 la familia de mi madre (mis abuelos Luis Cardiel y Juana Garrido y sus tres hijas) llegó al barrio y se instaló en una edificación de una sola planta que, en su interior, albergaba varias viviendas alrededor de un patio central abierto al cielo; en ese patio había un pozo comunitario y un pequeño cuarto con un retrete, también comunitario. Estaba en la avenida del Monte Igueldo (que desde 1939 a 1952 se llamó “de Jose Antonio”) y, a pesar de que era una casita muy humilde, mi madre recuerda ese lugar con especial cariño, pues todos los vecinos (o la mayoría de ellos, al menos) formaban una especie de gran familia en la que se ayudaban mutuamente o compartían celebraciones y problemas por igual; ella aún se acuerda de la señora Gloria, o de la encantadora señora Encarna, que se ganaba la vida cosiendo y que, a veces, le hacía muñecas de trapo cuando era niña. Mi madre, como yo, se llama Marina, aunque allí todo el mundo la conocía por Mari. El patio era el lugar de reunión en el cual los niños podían jugar sin peligro, donde en verano se les bañaba dentro de enormes barreños de zinc con agua calentada por el sol o donde las vecinas se reunían para charlar mientras cosían o tendían la ropa, mientras los hombres iban a tomar unos chatos al bar de Sixto, que estaba justo al lado. Hoy día ya no existe esa casa, y tampoco el establecimiento del señor Sixto o el cine de la calle Felisa Méndez, cuya pantalla podía verse desde la ventana de la habitación de mis abuelos, pero de ella nos quedan un montón de buenos recuerdos. La familia de mi padre (mis abuelos Francisco García y Amancia Toledano con sus cuatro hijos) había vivido primero, durante un tiempo, en los llamados “hotelitos”, pero después se trasladaron a un edificio de la calle Hachero esquina a Monte Igueldo. A pesar de los pocos metros que les separaban, en realidad mis padres no llegaron a conocerse hasta años más tarde. La casa de mis abuelos paternos era una construcción muy distinta a la de mi madre y su familia, una especie de corrala de varias plantas en las que se distribuían docenas de viviendas, con escaleras de madera y largos pasillos que rodeaban un patio interior.
En la planta baja había instalada una vaquería y las vacas compartían el espacio vecinal no sólo con su presencia, sino también con su olor (al que, con el paso del tiempo, uno se acababa acostumbrando). La leche que proporcionaban se vendía en la lechería de la señora Mica, que atendía al público en un pequeño establecimiento cuya fachada principal daba a la avenida del Monte Igueldo, justo bajo el piso de mis abuelos; la lechería hace años que cerró, pero aún se conserva la preciosa fachada de azulejos pintados que la anunciaba. En esa misma casa continúa viviendo, hoy día, una de mis tías. Una vez casados mis padres y habiendo nacido mi hermana Susana y yo misma (mi tercera hermana, Sara, lo haría años después en Las Palmas de Gran Canaria, lugar al que nos fuimos a vivir a principios de los años 70), nuestro hogar estuvo en una pequeña casita de la calle Sicilia, en el Puente de Vallecas. Esa construcción tampoco existe ya, y la calle misma nada tiene que ver con la que yo conocí de niña, a principios de los años 60. Cierto que era un hogar pequeño y humilde, pero de él guardo recuerdos entrañables gracias a que mis padres siempre tuvieron la habilidad de no hacernos sentir que había escasez de muchas cosas, sino que se podía hacer maravillas con lo que sí había y se valoraba cada pequeño detalle. Para ellos, sin duda, fueron tiempos difíciles, pero jamás permitieron que mi hermana y yo lo viviésemos así.
Por todo ello, a pesar del tiempo que hace que nos marchamos de Madrid y de que, durante un corto periodo, vivimos en una casa grande y bonita del nuevo y moderno barrio de Moratalaz, para todos nosotros Vallecas siempre ha sido “nuestro barrio”, porque allí nos criamos y crecimos, en sus calles jugamos y estuvieron nuestros primeros colegios y nuestros primeros amigos. Puede que el barrio no fuera elegante y distinguido como el de Salamanca ni contara con las infraestructuras de otras zonas más céntricas, pero poseía cualidades que lo hacían distinto y especial para todos los que allí vivimos: solidaridad, carácter y personalidad propia. Por desgracia, la zona del Puente de Vallecas en la que vivieron tres generaciones de las familias García Toledano y Cardiel Garrido sólo es ya la sombra de lo que, seguramente, guardan mis padres en su memoria. Las viejas calles son aún más viejas y muchas presentan un aspecto descuidado, la mayoría de los comercios de antaño ya no existen y poco o nada queda de ese mundo que, aunque pobre en su mayor parte, tenía su encanto… o es así como preferimos recordarlo. Hace mucho que derribaron aquel Puente de los Tres Ojos donde, cuando mis padres eran niños, iban a jugar (y que, en realidad, se llamaba Viaducto del Arroyo del Abroñigal), muchos de los viejos cines donde tantas películas vieran han desaparecido y la mayoría de las fachadas de los vetustos edificios están ennegrecidas por el tiempo y el olvido.
Pero hay un lugar especial que continúa en el mismo sitio y que, de alguna manera, no ha perdido su especial encanto: el Bulevar, esa alameda rodeada de árboles situada en la calle Peña Gorbea (cerca del comienzo de la avenida de Monte Igueldo y la calle Martínez de la Riva). Los recuerdos de él no son sólo de la infancia de mis padres, sino de la mía propia. En El Bulevar pasé muchas tardes en compañía de mis padres, mi hermana, mi yaya Amancia, mi tía Lola y mis primos; mientras los mayores tomaban un “Blanco y Negro” sentados en alguna de las terrazas que instalaban los bares de la calle durante los meses de buen tiempo, los niños corríamos por el paseo sin peligro y merendábamos aquellos maravillosos bollos suizos con jamón york que nos llevaba mi abuela.
De vez en cuando aparecía el barquillero o el heladero para hacer las delicias de todos los niños, que enseguida se arremolinaban a su alrededor. El Bulevar sigue ahí, viendo pasar las estaciones y la vida cambiante del barrio. Ahora, en Vallecas, existen nuevas zonas, nuevas casas y nuevas calles, grandes parques e incluso centros comerciales, un barrio nuevo con gente nueva que nunca vivió unas fiestas del Carmen como las de antes, aquéllas en las que la gente sacaba a la puerta de sus casas barreños llenos de sangría para compartir con los vecinos y bailaban con música de verbena bajo la luz de los farolillos.
Pero mejor no dejar que la nostalgia entristezca el recuerdo, porque cierto es que, con el paso de los años, ese recuerdo puede aparecer pintado en colores que, quizá, ni siquiera tuvieran entonces. Muchas veces, lo importante no es tanto reflejar fielmente la realidad como dejar que la memoria evoque algo tal y como lo guardamos en el corazón. Aunque un lugar ya no exista tal y como lo conocimos, la magia consiste en cerrar los ojos, transportarnos al momento o lugar elegido y revivirlo en la forma que lo deseamos. Y eso es, precisamente, lo que he tratado de hacer al escribir esto para mis padres, José Félix García y Marina Cardiel: acompañarles en un viaje en el tiempo, ayudarles a evocar las calles, las anécdotas, las costumbres, los aromas y el color de ese, su barrio.
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